Como decía en mi anterior
artículo de este mismo título, al leer que el Papa va a proclamar dentro de
poco un Año Santo de la misericordia, recordé las obras de misericordia que
enunciaba el viejo catecismo de Ripalda en dos series de siete cada una, las
corporales y las espirituales y ya comenté las corporales que pienso pueden ser
compartidas por mucha gente.
Hoy trataré de comentar las
espirituales, que imagino resultarán más difíciles de asumir y practicar. Las
tres primeras que enuncia el catecismo son:
enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo ha menester y corregir al
que yerra, pueden ser tratadas de forma conjunta, a mi parecer, pues
enseñar, aconsejar y corregir están íntimamente relacionados.
Ya que se proponen acciones
a realizar por los cristianos, pienso que no se trata de enseñar asignaturas,
ni saberes humanos para los que hay personas especialmente preparadas, sino de
transmitir la sabiduría sobre el sentido de la existencia, del bien, del mal,
de la forma de realizarnos como personas y de la centralidad de Dios que nos
ama.
Seguramente si se tratara de
enseñar medios y técnicas para meditar o para alcanzar la iluminación de las que
se ofrecen con el sello orientalistas o de la new age, tendríamos mayor
audiencia, pero enseñar al que no sabe
que Dios es un Padre que nos ama y que nos ha hecho para gozar de su presencia
por toda la eternidad es más difícil, tanto porque los cristianos no lo viven
en plenitud, como por los demás que están convencidos de que es el hombre y no
Dios el centro del universo.
La gente acepta el consejo
de quien le ofrece novedades, artículos de consumo, placeres, comodidad o
riqueza, pero no el que le aconseja dominio de sí mismo, austeridad, búsqueda
activa de la verdad y la justicia, sobre todo si el que trata de aconsejar no
vive lo que ofrece, ni se deja aconsejar por quien le plantea más entrega y más
profundidad de vida.
Para corregir a otros hay
que haber sido corregido una y otra vez y adquirido una madurez humana
importante, pues nadie quiere ser corregido por cualquiera, sino por quienes
puedan acreditar una superioridad moral suficiente. Difíciles obras de
misericordia las de enseñar, aconsejar y corregir.
La cuarta obra de
misericordia ordena perdonar las
injurias. No es fácil, pero cada cual puede practicarla sustituyendo el
deseo de venganza por el perdón sincero y el olvido. La siguiente es consolar al triste lo que es imposible
de hacer si no le amamos y si no somos capaces de compartir las penas y ofrecer
ayuda.
La sexta habla de sufrir con paciencia las incomodidades que nos
causan nuestros prójimos, es decir los próximos, aquellos con los que
convivimos o trabajamos. Aquí cada uno ha de empezar por el compromiso de
evitar a toda costa hacer la vida difícil a los demás y después ejercitarse en
la paciencia diaria.
La última obra de
misericordia es rogar a Dios por los
vivos y los muertos, es decir orar por nuestros prójimos, incluidos
nuestros enemigos, pero hay que saber orar para no caer en formulas vacías y hacerlo
bien todos los días.
Francisco Rodríguez Barragán
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